Si hay algo que un peruano ha aprendido a detectar a kilómetros de distancia, es a un turista. No por el color de piel, ni por el acento, ni por el sombrero de ala ancha que combina con bloqueador factor 100. No. Es por la fila. Donde antes uno compraba su juguito de naranja en la esquina en dos minutos, ahora hay una cola de ocho suecos, tres franceses y un gringo preguntando si el jugo es organic and gluten free.
Y es que sí, Perú está de moda. Las redes sociales, los influencers, y hasta los rankings internacionales han hecho su trabajo. Todos quieren Machu Picchu en sus historias de Instagram, una foto en la montaña de siete colores y, por supuesto, cebiche hasta en el desayuno. Pero lo que nadie cuenta es cómo es vivir en un país donde tu mercado, tu micro, tu malecón y hasta tu cevichería favorita ahora parecen parte de un tour guiado.
Cuando el turismo choca con la vida real
Antes, caminar por el centro de Lima era cuestión de esquivar palomas, no trípodes. Hoy, si no estás atento, terminas apareciendo en la historia de algún que cree haber captado la esencia local mientras tú solo estabas comprando pilas en la farmacia.
¿Y Cusco? Mi prima cusqueña ya no dice “voy a la Plaza de Armas”, dice “voy a esquivar australianos”. Porque esa es otra: en temporada alta, uno ya no camina, navega entre mochilas de 80 litros, bastones de trekking y grupos de gente preguntando “¿dónde queda el Starbucks más cercano?”
La inflación del ceviche
Uno pensaría que el turismo trae plata, y sí, algo de eso hay. Pero también trae el efecto TripAdvisor: ahora el menú cuesta el doble, y si preguntas por el plato del día, te responden en inglés. El ceviche, ese que tu tía hacía por veinte soles con pescado fresco, ahora viene con “toque gourmet” y cuesta como si incluyera entrada a Huayna Picchu.
Y ni hablemos del alojamiento. Tu alquiler en Miraflores, que hace un año era razonable, ahora compite con el Airbnb de una pareja canadiense que se queda “sólo por un mes” pero alquiló todo el año. Resultado: los peruanos terminamos buscando departamento en el cerro, y los turistas con vista al mar.
Transporte y otros deportes extremos
¿Transporte público? Mmm. Imagínate explicar a un japonés cómo funciona la combi, sin usar las palabras “suerte”, “milagro” o “ojalá lleguemos”. Y cuando el tráfico se paraliza porque alguien se quedó en medio de la calle tomándose una foto con una llama disfrazada de Pikachu, uno empieza a añorar los tiempos en que el único problema era el chofer escuchando cumbia a todo volumen.
Pero bueno, no todo es drama. Que no se malinterprete: queremos al turista. De verdad. Nos alegra que valoren nuestra historia, nuestra gastronomía y nuestra calidez. Solo que a veces uno quisiera que también valoren nuestra necesidad de llegar al trabajo a tiempo, de pagar precios razonables, y de vivir sin que cada paso se convierta en parte del “viaje espiritual” de alguien más.
Quizás la solución sea simple: declarar ciertas zonas como “Reservas del Peruano en su Hábitat Natural”, con entrada restringida a turistas y un letrero que diga “Prohibido preguntar dónde queda el mejor ceviche, gracias”. Porque sí, el Perú es para todos, pero de vez en cuando, también necesitamos un Perú sólo para nosotros.